La prudencia es una virtud fundamental. Cuando le decimos a alguien que sea prudente lo estamos invitando a evitar acciones audaces, a evitar riesgos y a manejarse de manera conservadora para no equivocarse.
La prudencia proviene del verbo “provideo”, que significa ver de lejos o prever. Esta previsión es el acto más importante de la prudencia, saber ver las dificultades que se nos van a presentar. La prudencia es el arte de vivir; quien es prudente sabe vivir, vive bien y adecuadamente, con una forma que corresponde a una adecuada naturaleza.
Es una virtud de de carácter intelectual, por eso radica en la inteligencia y la razón práctica, es decir, la inteligencia en cuanto aplicada a la acción, no en la razón especulativa como en el caso de la ciencia. La prudencia dirige el obrar, no el hacer. Es la recta razón del obrar; es, por tanto, una razón preceptiva que nos dice cómo actuar.
En la virtud, el acto permanece en el sujeto y por lo tanto su materia es de carácter moral, porque lo que orienta es la conducta para que sean buenas las acciones; ser buenas implica que estén acordes al fin último de la persona. La prudencia es virtud cardinal por que de ella derivan otras y su función es dirigirlas.
La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica para discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien. Enseña el rumbo de las acciones y el modo de realizarlas. Una persona prudente capitaliza sus enseñanzas del pasado y retiene todo aquello que le puede servir para ser prudente.
Los actos fundamentales de la prudencia son la deliberación, el juicio y el mandato.