La empresa subsidiaria.- Colaboradores dignos, libres, que puedan realizarse como seres humanos y que contribuyan al bien común de la empresa y de la sociedad. Ese es el principio de la subsidiariedad en las empresas, un concepto que en sus inicios se aplicó solo al Estado, pero hoy, más que nunca, es indispensable en las organizaciones privadas.
Como comunidades humanas, las organizaciones empresariales deberían adoptar el principio de “subsidiariedad” como una de sus premisas éticas, pero ¿qué quiere decir esto? En el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico se define la subsidiariedad como el “criterio que pretende reducir la acción del Estado a lo que la sociedad civil no puede alcanzar por sí misma”.
Esto significa que el Estado ejecuta una labor orientada al bien común cuando advierte que los particulares no la realizan adecuadamente, por cualquier razón. Al mismo tiempo, este principio pide al Estado que se abstenga de intervenir en los asuntos en los cuales grupos o asociaciones más pequeñas pueden bastarse por sí mismas en sus respectivos ámbitos.
De esta forma, la subsidiariedad garantiza la autonomía de los miembros de una comunidad, regulando la interferencia de la autoridad y reconociendo la dignidad de los miembros con miras al bien común.
LA EMPRESA SUBSIDIARIA COMO DOCTRINA SOCIAL
El principio de subsidiariedad ha tenido fuerte respaldo de la Iglesia a partir de importantes encíclicas, como Rerum Novarum (1891) de León XIII, Quadragesimo Anno (1931) de Pío XI, Centesimus Annus (1991) de Juan Pablo II y Caritas in Veritate (2009) de Benedicto XVI.
León XIII pretendía hacer un cambio en las postulaciones del liberalismo (laissez faire), que afirmaban que el Estado debía fungir como mero guardián del derecho y el orden, y luchar para que con la fuerza de las leyes y de las instituciones brotara espontáneamente la prosperidad, tanto de la sociedad como de los individuos.
Los acontecimientos de la Gran Depresión Económica de 1929 implicaron un gran aprendizaje en el contexto de la subsidiariedad. Dejar el control a la mano invisible en un momento de incertidumbre y crisis no parecía la mejor respuesta, y esa fue la razón de muchas críticas al presidente Herbert Hoover, quien dirigió Estados Unidos de 1929 a 1933. Hoover pensaba que, adoptando una postura menos intervencionista, lograría incentivar a las empresas y al mercado para atender la crisis financiera.
Entonces Pío XI publicó su encíclica Quadragesimo Anno, en la que insistió en la importancia de luchar contra una visión individualista en las organizaciones de la sociedad y rescatar las buenas prácticas sociales de subsidio.
Pío XI escribió que por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones pequeñas solo eran posibles para las grandes corporaciones. No obstante, en la filosofía social sigue en pie el principio de que “como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, tampoco es justo quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar, y dárselo a una sociedad mayor y más elevada. Toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos”.
Pío XI invitaba, entonces, a mantener el orden jerárquico de las organizaciones y asociaciones, teniendo en consideración la empresa subsidiaria, ya que esto traería mejores consecuencias al Estado en materia de eficiencia social, felicidad y prosperidad.
Por su parte, Juan Pablo II se preocupó por actualizar la doctrina de sus predecesores. El momento histórico que envolvió su encíclica Centesimus Annus fue de enorme trascendencia por la caída del Muro de Berlín (Mauerfall): Europa contempló con sus propios ojos la caída de un ideal socialista-comunista, que décadas antes se había anunciado como la solución a los problemas obreros.
Para Juan Pablo II, el Estado tiene diferentes papeles en el sector económico: garantizar la seguridad de los trabajadores y productores para que puedan gozar de los frutos de su trabajo; encauzar y vigilar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; e intervenir ante situaciones de monopolio que pongan en peligro el desarrollo.
Juan Pablo II también abogó por respetar el principio de subsidiariedad en el ámbito de la intervención que debe ejercer el Estado como órgano supremo: “Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándolo de sus competencias; más bien debe sostenerlo en caso de necesidad y ayudarlo a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común”.
Finalmente, Benedicto XVI publicó en 2009 su primera encíclica social: Caritas in Veritate, en el marco de la Gran Recesión Económica de 2007 a 2009 (The Great Recession). Es un documento que basa la doctrina social en la caridad auténtica, alejándose de un vano sentimentalismo y poniendo manos a la obra en beneficio del desarrollo de la sociedad.
Para Benedicto XVI, la subsidiaridad es una expresión de la libertad, una manifestación de la caridad y una guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. “La subsidiaridad es, ante todo, una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de las personas y ve en ellas su capacidad de dar algo a los demás”.
LAS EMPRESAS SUBSIDIARIAS
Originalmente, la subsidiariedad surgió como un principio aplicable al Estado respecto de sus ciudadanos. Sin embargo, este principio es aplicable también a las organizaciones particulares.
En su documento de investigación “The Principle of Subsidiarity in Organizations. A Case Study”, el profesor del IESE Business School, Domènec Melé, señala que la empresa subsidiaria constituye un marco ético para la autonomía, iniciativa, espíritu emprendedor y responsabilidad de los empleados. “En este sentido, la subsidiariedad está muy relacionada con prácticas directivas, como la delegación de poder. No obstante, mientras que delegar es concebido como un medio para obtener mejores resultados o ventajas competitivas, el fin de la subsidiariedad es crear estructuras en las cuales las personas puedan realizarse como seres humanos”. Así como delegar consiste en otorgar poder a los empleados, la subsidiariedad tiene en cuenta la dignidad, libertad y diversidad de los colaboradores, pero, sobre todo, su capacidad para contribuir al bien común de la empresa y de la sociedad.
Melé también ofrece sugerencias para la ejecución eficaz de la subsidiariedad en las empresas: aplicar dicho principio como una filosofía, no como una técnica; procurar un contexto cultural en el que las personas no solo sean respetadas, sino también invitadas a asumir una responsabilidad; evaluar circunstancias como las aptitudes de los empleados y medios disponibles, siempre desde el sentido común; otorgar responsabilidades y poder real a los empleados y grupos de rango menor, pero también darles el apoyo que necesitan para desarrollar sus capacidades y destrezas; y mantener los objetivos y unidad de la organización.
El trabajo de Melé describe el caso de Fremap, una mutualidad española sin fines de lucro que, haciéndose eco del principio de subsidiariedad, mejoró diversos aspectos de la organización. Hasta 1992, la estructura de Fremap estaba basada en departamentos y categorías laborales bien definidas, y los sistemas de gestión eran prácticamente los mismos desde su fundación en 1933. Sin embargo, en 1988, tras reconocer problemas de burocracia, divisiones jerárquicas rígidas y procesos redundantes, la compañía identificó una brecha entre la estructura de la organización y los valores compartidos: la ética y la idea del centro de la relación social.
Por ello, Fremap decidió cambiar de dirección: introdujo el concepto de “agente integral”, por el cual se eliminaron las categorías laborales y todo el personal de oficina pasó a asumir las relaciones entre Fremap y un cliente particular. El agente integral no supervisa el trabajo de otros empleados, sino que es directamente responsable de tomar las medidas que hagan falta para resolver los problemas del cliente que se le haya asignado.
El nuevo sistema fomentó el trabajo positivo, el desarrollo de capacidades humanas y el sentido de servicio. El resultado fue satisfactorio desde un punto de vista humano y ético, pero también desde el del rendimiento empresarial, en términos de motivación del empleado, calidad, satisfacción del cliente y rentabilidad.
Tras analizar el caso de Fremap, Melé concluye que el papel de los altos directivos es fundamental al poner en práctica el principio de subsidiariedad: su concepto de la persona, cómo estimulan la iniciativa y el espíritu emprendedor, cómo proporcionan la formación y el apoyo necesarios, y cómo mantienen la unidad, el sentido del compromiso y la cooperación en el seno de la organización.
Al estimular el espíritu de iniciativa y la competencia de los colaboradores, la subsidiariedad deja atrás el concepto de “empleados” para convertirlos en “coemprendedores”, pues al actuar de manera subsidiaria, la empresa vela por la autonomía y dignidad personal de sus miembros y promueve que actúen libremente, con miras al bien común y no solo al interés personal o al beneficio de la empresa subsidiaria.