Todas las organizaciones tienen densas burocracias, estructuras y correas de mando, códigos de conducta, políticas y procedimientos aglutinados en documentos, vademécums o prontuarios de políticas. Es una estructura necesaria pero que tiende a crecer continuamente. Lo que mejor sabe hacer la burocracia es generar procedimientos para crecer y permanecer. En ocasiones las burocracias se convierten en la peor catástrofe para las organizaciones. En el afán de controlar, ahogan. Impiden la vitalidad, porque coaccionan la espontaneidad e inhiben las iniciativas, las nuevas ideas y la responsabilidad personal.
La sociedad perfecta, la familia modélica, la empresa u organización inmejorable son una utopía. Alguna vez se ha planteado la búsqueda de la excelencia como el ideal supremo. Se puede lograr en algunos aspectos o se puede alcanzar durante un tiempo, pero no hay perfección absoluta en todo y en todo el tiempo.
Progresamos por aproximaciones, mejoramos de maneras aleatorias, caminamos entre aciertos y retrocesos. No hay matrimonio, familia, organización o comunidad que no tenga que estar volviendo sobre sus pasos, denunciando cosas que se dan por supuestas, pero que no operan; prácticas que resultan obsoletas y generan miedo, inseguridad, recelo, desconfianza.
El avance siempre es posible, a condición de que no nos conformemos, de que reconozcamos nuestros defectos, carencias y fallas. El entorno seguro, del que ya hemos hablado, supone el esfuerzo continuado por evitar los ambientes tóxicos. Impedir que las situaciones se consoliden y fragüen en personas y ambientes ponzoñosos.
Éstos se producen cuando hay personas que no entienden. Los tóxicos abominan del sentido de la comunicación, de la necesidad de significados compartidos, de las exigencias de la justicia, porque su egolatría solo les permite pensar en ellos.
Se trata de los brabucones y belicosos provocadores que por carecer de vínculos significativos e identitarios van contra todo y contra todos. Hay que neutralizar y desenmascarar a los personajes tóxicos que envenenan el ambiente, haciendo imposible el diálogo con sus bravuconadas que nutren la violencia verbal, las imposiciones basadas en la fuerza, el sarcasmo y la brutalidad como fruto de personalidades quebradas.
No han podido comprender y han desarrollado personalidades provocadoras, de peleador de barrio, que ante al daño sufrido buscan provocar daño, como medio de compensación. Arremeten contra todos y contra todo. Generan habilidades para victimizarse y culpabilizar a los demás. Y van dando coces.
Hay que desenmascarar a las personas tóxicas porque envenenan el ambiente, hay que evitar que, a base de gritos, de imposiciones, de escenas violentas, se generen ambientes venenosos en los que las personas tienen que huir o volverse indiferentes, para poder generar sus propios espacios, porque los espacios naturales se ven copados por los violentos.
Son las subculturas de las organizaciones: los hijos huyen a sus habitaciones, los ejecutivos y colaboradores se retraen y evitan asumir responsabilidades, las burocracias se atemorizan y evitan tomar decisiones, en tanto que los obtusos tóxicos se pavonean e intimidad. Las organizaciones se convierten en rehenes de los vociferantes y asaltantes.
Se requiere volver a los principios básicos para que las organizaciones sean sanas. Hay que reencontrarse con el bien, la verdad y la belleza. No permitir que unos pocos matones se apoderen de las organizaciones y arrinconen a los demás. Los jefes, los superiores, las personas constituidas en algún tipo de autoridad deberían garantizar el respeto hacia todos, la participación en la obra común y el disfrute de una vida buena compartida potencialmente por todos. Para ello hay que saber rectificar y evitar las condiciones que generan ambientes tóxicos y perversos, por la negligencia, complicidad y desinterés de quienes deberían estar al servicio del bien común.